ELOÍSA ESTÁ DEBAJO DE UN ALMENDRO
Enrique Jardiel Poncela
La voz del «speaker».—Es un disco Odeón, e interpretada por la orquesta Whitman, acaban ustedes de oír, señores...
EDGARDO.—(Apagando la radio y haciendo enmudecer al speaker.) Sé perfectamente lo que acabo de oír y no necesito que usted me lo diga.
(Nueva pausa. Por la escalera del fondo aparece entonces Fermín. Es el ayuda de cámara de Edgardo y viste el uniforme con gran empaque. Tiene treinta y cinco años, poco más o menos. Al llegar arriba se inclina para hablarle a alguien que viene detrás.)
FERMÍN.—Suba por aquí. (Por la escalera surge Leoncio, un hombre de la edad aproximada de Fermín. Aunque va de paisano, en el cuello de celuloide, en lo mal que lleva puesta la corbata y en el chaleco a rayas que descubre debajo de la americana, se le nota que también es criado de profesión.) Y le digo lo mismo que le dije en los salones de abajo: mucho cuidado de no tropezar con los muebles, ¿eh?
LEONCIO.—¡Ya, ya!
FERMÍN.—Ni rozarlos. Ni apartarlos un dedo de donde están, porque... (Hablándole al oído.), porque aquí hubo un criado, hace cuarenta y seis años, que al limpiarlo, corrió medio palmo a la izquierda aquel sofá que ve usted ahí. (Señala.), y se tuvo que ir a La Habana, y murió allí de fiebre amarilla.
LEONCIO.—¿Contagiado?
FERMÍN.—Del disgusto.
LEONCIO.—(Dejando escapar un silbido de asombro.) ¡Toma!
FERMÍN.—Para que se vaya usted dando cuenta de dónde se va a meter...
LEONCIO.—Ya vengo informado; pero es que el sueldo...
FERMÍN.—¡Qué va usted a decirme! Los sueldos que se dan en esta casa son únicos en Madrid y provincias. Pues ¿por qué he aguantado yo cinco años? Pero, amigo, pasan cosas aquí que ni con el sueldo... Cocineras he conocido veintinueve.
LEONCIO.—Tendrá usted el estómago despistado.
FERMÍN.—De chóferes, manadas. De doncellas, nubes. Y de jardineros, bosques, y ya ha llegado un momento que no puedo resistir tanta chaladura y tanta perturbación; y en cuanto a usted, o el que me sustituya, se imponga en las costumbres de la casa, saldré pitando... Por más que no sé si tendré aguante para esperar aún esos días que faltan.
(Edgardo ha vuelto a abrir la radio y se oye de nuevo la voz del speaker.)
La voz del «speaker».—Las mejores pastillas para la tos...
EDGARDO.—(Cerrando la radio.) Ni yo tengo tos ni creo en la eficacia de las pastillas que usted recomienda.
FERMÍN.—(Aparte, a Leoncio.) El señor...
LEONCIO.—¿Con quién habla?
FERMÍN.—Con el speaker de la radio. Son incompatibles.
EDGARDO.—(Que ha oído ruido, pero no puede verlos por la posición de la cama.) ¡Fermín!
FERMÍN.—Ya nos ha oído. (Sin moverse de donde está.) ¿Señor?
EDGARDO.—¿Qué haces ahí?
FERMÍN.—Estoy con el aspirante a criado nuevo, señor.
EDGARDO.—Acércamelo, a ver si me gusta.
FERMÍN.—Me parece que sí que le va a gustar al señor. (Aparte, a Leoncio, en voz baja.) Atúsese usted un poco, que como no le pete al primer golpe de vista, no entra usted en la casa. (Le ayuda a peinarse un poco y a ponerse bien la corbata.) Ahora le hará el interrogatorio misterioso. ¿Se acuerda usted bien de las respuestas?
LEONCIO.—Sí, sí...
FERMÍN.—Dios quiera que no meta usted la pata...
EDGARDO.—¡Fermín! ¿No me has oído?
FERMÍN.—Sí, señor, sí. Ahí vamos.
LEONCIO.—¿Por dónde se llega a la cama? ¿Por aquí? (Intenta echar a andar por entre dos muebles.)
FERMÍN.—No. Ése es el camino que lleva a la consola grande. Y por ahí (Señala otros dos muebles.) se va al tiro al blanco. A la cama es por aquí. Sígame usted con cuidado... (Echa a andar por entre los muebles, seguido de Leoncio, con muchas precauciones para no tirar cosas, lentamente y haciendo infinidad de eses.)
EDGARDO.—¡Fermín!
FERMÍN.—Estamos en ruta, señor; estamos en ruta. (Deteniéndose y volviéndose a Leoncio; aparte.) Ya se irá usted explicando por qué me atizo de cuando en cuando esas carreras en pelo por el jardín. Son los nervios, ¿sabe usted? Que está uno asfixiado de no poder andar en todo el día en línea recta y braceando, y se desahoga uno galopando ahí fuera.
LEONCIO.—¡Claro, claro! Yo cuando le vi a usted ayer zumbando a todo meter por el andén central, como ya sabía que aquí están todos guillados, me dije: «Ése se ha contagiado el pobre».
FERMÍN.—Pues es necesidad física. Si usted se queda por fin en la casa, al mes, en los ratos libres, correrá igual que yo por el jardín.
LEONCIO.—Y si la verja está abierta, puede que me salga.
EDGARDO.—(Impaciente.) ¡Pero, Fermín!
FERMÍN.—(Poniéndose en marcha de nuevo por entre los muebles, seguido de Leoncio.) Ya, ya, señor. Tomar la última curva, y ahí estamos. (Llegan ambos ante la cama.) A las órdenes del señor.
EDGARDO.—Ya era hora, hombre. (Mirando de alto abajo a Leoncio.) Conque ¿éste es el aspirante?
FERMÍN.—Éste, señor.
EDGARDO.—Tiene algo cara de tonto.
FERMÍN.—Como al señor no le gustan los criados con demasiada cara de listo...
EDGARDO.—El justo medio es lo prudente. ¿Se va imponiendo en las costumbres de la familia?
FERMÍN.—Poco a poco, porque sólo llevo enseñándole desde este mediodía por si al señor no le gustaba, y como la cosa no es fácil...
EDGARDO.—No es fácil; lo reconozco. (A Leoncio.) ¿A ver? Acérquese...
FERMÍN.—(Aparte, a Leoncio.) El interrogatorio misterioso... Cuidado con las respuestas.
LEONCIO.—Sí, sí...
EDGARDO.—¿De dónde es usted?
LEONCIO.—De Soria.
EDGARDO.—¿Qué color prefiere?
LEONCIO.—El gris.
EDGARDO.—¿Le dominan a usted las mujeres?
LEONCIO.—No pueden conmigo, señor.
EDGARDO.—¿Cómo se limpian los cuadros al óleo?
LEONCIO.—Con agua y jabón.
EDGARDO.—¿Se sabe usted los principales trayectos ferroviarios de España?
FERMÍN.—(Interviniendo.) Hoy empezaré a enseñárselos, señor.
EDGARDO.—¿Qué comen los búhos?
LEONCIO.—Aceite y carnes muy fritas.
EDGARDO.—¿Cuántas horas duerme usted?
LEONCIO.—Igual me da dos que quince, señor.
EDGARDO.—¿Fuma usted?
LEONCIO.—Cacao.
EDGARDO.—¿Sabe usted poner inyecciones?
LEONCIO.—Sí, señor.
EDGARDO.—¿Le molestan las personas nerviosas, de genio destemplado y desigual, excitadas y un poco desequilibradas?
LEONCIO.—Esa clase de personas me encanta, señor.
EDGARDO.—¿Qué reloj usa usted?
LEONCIO.—Longines.
EDGARDO.—¿Le extraña a usted que yo lleve acostado, sin levantarme, veintiún años?
LEONCIO.—No, señor. Eso le pasa a casi todo el mundo.
EDGARDO.—Y que yo borde en sedas, ¿le extraña?
LEONCIO.—Menos. ¡Quién fuera el señor! Siempre he lamentado que mis padres no me enseñasen a bordar, pero los pobrecillos no veían más allá de sus narices.
EDGARDO.—(Satisfecho.) Muy bien, muy bien. Excelente. (Deja el bastidor a un lado.)
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