sábado, 22 de enero de 2011

A LAS PUERTAS DEL EDÉN Francisco Ayala

Cada vez que, en la lección de Historia Sagrada, volvían a describirnos con las vagas ponderaciones de siempre la belleza incomparable del Paraíso terrenal, a mí se me pintaba en la imaginación, no como el Jardín Botánico, demasiado espeso y sombrío, ni como el parquecito de la Retreta, demasiado abierto, sino que lo veía parecido al invernadero de casa; ¿pues hubiera podido concebirse nunca paraje más delicioso que aquella especie de terraza, o más bien patio alto, cerrado con cristaleras, al que sólo el abuelo –quizá, pensábamos, por alguna de sus confusiones de viejo- se obstinaba en llamar la estufa?

Estufa –pensábamos-, porque cuando hace sol él se siente ahí tan abrigado como junto a su estufa de la sala… Nuestro invernadero estaba lleno de plantas preciosas, helechos, jacintos y palmeras de variedades increíblemente diversas, que mamá cuidaba y contemplaba mucho; y si el famoso Árbol de la Ciencia, corpulento en exceso, no se encontraba allí, teníamos en cambio un naranjo enano que, desde su orondo macetón, nos obsequiaba con frutas algo desabridas, cierto, pero no por eso menos codiciadas. “Esas naranjas son para mirarlas, hijitos; no para comerlas –nos decía mamá-. ¡Tan lindas como se las ve, asomadas por entre las hojas oscuras!...”

También los peces, en su enorme pecera redonda, eran -¡bobitos ellos!- no más que para mirarlos. Y hasta los canarios, con sus alas pajizas y los ojillos negros de cabeza de alfiler, eran más bien para la vista; cuando se ponían a cantar como locos, a mamá terminaba por darle jaqueca. “Mamá, los pájaros del biombo me gustan más, porque, ¿sabes?, ésos no cantan”, le decía yo entonces, angustiado…

En el invernadero había un biombo de laca con un mandarín y muchísimos pájaros, volando, posándose, parados en las ramas de árboles extraños. “Sí, pero, tampoco se mueven –me respondía ella-, ¿Tú ves? ¡Siempre igual!” Y se quedaba mirando al biombo.

Detrás del biombo es donde ella guardaba sus avíos de pintura, el caballete, la paleta, el estuche de los colores y los pinceles. Mamá sabía pintar muy bien. Cuando tenía ganas, por las mañanas casi siempre, se ponía a pintar y copiaba admirablemente alguna maceta, unas flores; todo lo copiaba admirablemente. Para nosotros, verla pintar era una fiesta. Entraba con su matinée de lazos y encajes. Se demoraba entre las plantas, cortaba un tallo seco, unas hojas mustias. Luego, terminado el desayuno –pues el desayuno, café o chocolate, nos lo servían en el invernadero-, a veces empezaba a sacar los pinceles, preparaba las demás cosas, elegía sitio; y nosotros nos instalábamos cada uno a un lado, para verla pintar. “¿Qué vas a pintar, mamá?” “Ahora veremos”, contestaba. O no contestaba nada. Nosotros la mirábamos extasiados, impacientes; y pronto, ay, aburridos; pues nuestra impaciencia sufría mal el lento progreso de su mano calmosa. “Bueno, bueno, a jugar. Ahora, a jugar en los patios. Los niños, a jugar; pues si no, mamá se pone nerviosa y no sigue pintando.” Vanas eran las protestas; teníamos que irnos.

Un día, en nuestras correrías por los patios, encontré una tablita de madera fina, muy bien pulimentada; y claro está, me apoderé de ella. ¿Para qué podrá servir?, me preguntaba. “¿Para qué crees tú que servirá?”, le preguntaba a Quique. Además de linda, la tablita era mágica: no tenía uso conocido… De repente, se me ocurrió una idea.

“Mira, mamá, lo que he encontrado; mira qué tablilla tan bonita. ¿Para qué será esto? Tan bien recortada, y tan lisa.” Mamá, distraída y un poco perpleja, pero sobre todo distraída, le daba vueltas a la maderita entre sus dedos enguantados de blanco. Iba a salir, el coche esperaba a la puerta. Y yo, que espiaba su cara a través del velo, bajo el sombrero grande traspasado de agujones, me atreví por fin: “Oye, mamá, ¿no crees tú que podrías pintarme aquí, en esta tablita, alguna cosa para mí?” “Ya veremos”, respondió ella devolviéndomela. Siempre decía: “Veremos.” Escuché esta palabra como una promesa. Y apenas oímos que el coche arrancaba, Quique y yo subimos al invernadero para cavilar sobre qué podríamos pedirle a mamá que pintara en aquella tablita preciosa.

El día siguiente, a la hora del desayuno, lo primero que hice fue preguntárselo, poniéndola en sus manos. La examinó con atención, como si nunca la hubiera visto antes, mientras yo temblaba de que pudiera rechazarla. “¿Verdad que es muy a propósito?” “Bueno, ya veremos lo que puede hacerse.” “Pero… hoy, mamá; hoy mismo, mamita querida; ahora.” Ella sonrió. “Vamos a ver, monigote: ¿qué es lo que tú querrías que te pintara aquí?” Mi respuesta estaba preparada: “Un pájaro.” “¿Un pájaro?, ¿qué pájaro?” “Este”, grité yo saltando de alegría ara señalar a uno de los que poblaban el biombo chino: un gorrión. “Y yo –dijo entonces Quique- también voy a buscar una tabla para que me pintes otro pajarito a mí.”

Con mucho esmero, sujetó mamá el trozo de madera sobre un cartón, colocó el cartón en el caballete, y en seguida embadurnó de pintura blanca la tablita, explicándome que ésa era la imprimación necesaria para impedir que luego se reseque el óleo. De vez en cuando, mamá condescendía a estos detalles “técnicos”. Por supuesto –añadió- que hasta mañana no se podía empezar a poner colores sobre el fondo blanco…

Yo no sé la de veces que debí de subir durante la tarde para echarle una ojeada a la maderita con el temor de que todavía a la mañana siguiente pudiera parecerle a mamá que la pintura blanca no estaba lo bastante seca.

Esa fue mi preocupación durante el día entero; y la de Quique, buscar por toda la casa una tablilla igual a la mía, o parecida, para que mamá le pintara otro pájaro. Igual que la mía, no iba a encontrarla; sólo pudo dar con una caja vacía de cigarros habanos. Le quitó la tapa, sacó meticulosamente los clavitos, y luego la puso en remojo para despegarle la etiqueta. Así llegamos a la mañana siguiente. Cuando, reunidos por fin de nuevo a la hora del desayuno, le mostró a mamá la delgada lámina de oloroso cedro, ella le respondió lo que yo ya sabía: que esa madera era demasiado esponjosa, además de quebradiza; que buscara otra mejor, pues esa chuparía la pintura, quedándose quizá abarquillada… Terminamos con nuestro café. Mamá se instaló en seguida frente al biombo y, en medio de nuestra expectación, dio comienzo a su obra.

Yo estaba seguro de que mamá sería capaz de copiar muy bien aquel gorrión tan gracioso, que parecía dispuesto a dar uno de su saltitos; pero, seguro y todo, la observaba con ansiedad. Quería animarla, aprobar cada nueva pincelada; sin embargo, sólo cuando llevaba ya más de una hora trabajando, pude hacerlo con sincera convicción. A partir de ahí, sí; después que dio por terminada la que llamaba ella “mancha”, mi entusiasmo fue creciendo hasta lo indecible. Apenas podía creer a mis ojos. En comparación con el pájaro que iba adquiriendo vida en la tablilla, el modelo del biombo parecía anodino, convencional, frío. Los colores del biombo eran brillantes; brillantes, pero fríos; los que el pincel iba poniendo en mi tablita eran cálidos como el cuerpecillo mismo del ave. “¡Mamá, qué maravilla! ¡Mucho más bonito que el modelo; muchísimo más!” Tuve ganas de besarle la mano, pero no me atrevía a interrumpir su trabajo milagroso. “¿Te gusta?” “Mucho, muchísimo; pero dime una cosa, mamá: cuando la pintura se seque, ¿no perderá ese brillo?” Era mi miedo. Yo había notado el día antes que la base de pintura blanca, tan reluciente al principio, se había ido poniendo mate conforme se secaba. Me tranquilizó ella: “Verás tú: daremos una mano de barniz cuando esté terminado, y así conservará siempre el brillo.”

¡Qué lleno de felicidad me sentía! Colmado de felicidad. ¿Cómo podría decirlo?: perfecta y absolutamente feliz. Estaba deseando verlo concluido; una felicidad tan grande llegaba a abrumarme, y las emociones alegres no fatigan menos que las penas. Aquella noche debí de caer en la cama como un plomo. Cuando a la otra mañana acordé y corrí al invernadero, ya estaban allí mamá y Quique tomando el desayuno. “¿Por qué no me has despertado?”, reproché a Quique. Y antes de sentarme a la mesa me acerqué a echarle una mirada a mi pajarito.

“¿Qué te pasa?, ¿qué te pasa, hijo mío?”, me gritó mamá, demudada, a la vez que se precipitaba hacia mí. No sabré decir si es que yo, antes, había proferido algún grito; pero ahora no podía hablar: estaba como estupefacto. Mamá echó una mirada al caballete, y pudo ver entonces lo que yo había visto: una raya, marcada con un clavo o punzón, recorría desde lo alto de la tablilla el cuerpo de mi pájaro. “Pero ¿quién puede haber hecho esto?”, exclamó con la voz alterada. Entonces, yo empecé a sollozar: “Mamá, mamá, mamá, mamá.” Los sollozos me ahogaban. Ella, con un tono tan apagado ahora, tan desolado, que me extrañó en medio de mi aflicción: “Mira, hijito –me dijo-, esto no es nada, ¿sabes? Esto se arregla en seguida, vas a ver.” “Pero ya nunca será igual, mamá; ya nunca será igual.” “Sí, tonto; sí. Quedará igual que antes. Exactamente igual”, insistía. Yo me daba cuenta de que eso era para consolarme; que no, que ya no podía quedar como antes.

¿Quedó como antes? Es curioso que no consigo acordarme de nada más relacionado con la tablita: lo que ocurrió luego, a dónde fue a parar. Supongo que de repente perdí interés en ella. Tampoco mi madre siguió pintando. Vinieron otros hijos, niños y niñas; nuevas obligaciones Y de ahí en adelante ya nunca volvió a tener holgura ni gusto para ese agradable pasatiempo.

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