jueves, 29 de noviembre de 2012

Niña de nieve Anónimo ucraniano


CIFRAS Y LETRAS POR ENTREGAS
Niña de nieve
Anónimo ucraniano

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Sentada en el rincón de la chimenea, la anciana suspiraba quedamente mientras revolvía la sopa: nunca se había sentido tan triste. Muchos, muchos años habían pasado y habían dejado el peso de los inviernos sobre sus hombros y habían encanecido sus cabellos sin traerle siquiera un hijito. Tanto a ella como a su viejo y querido esposo les apenaba su falta, porque fuera había muchos niños jugando en la nieve. Les resultaba duro aceptar que ninguno fuera en verdad el suyo. Pero, ¡ay!, ahora ya no les quedaban esperanzas de obtener tal bendición. No verían nunca un gorrito de piel colgado de la repisa de la chimenea, ni dos zapatillas secándose junto al fuego.
El anciano trajo un haz de leña y se sentó. Luego, mientras oía a los niños reírse y batir palmas, miró por la ventana. Allí estaban, bailando alegremente alrededor del muñeco de nieve que acababan de hacer. Se sonrió al ver el evidente parecido que el muñeco tenía con el alcalde del pueblo, tan gordo y pomposo era.
-Mira, Marusha -le dijo a su mujer-. Ven a ver el muñeco que han hecho.
Juntos ante la ventana, se rieron al ver cuánto se divertían los niños. De repente, el anciano se volvió hacia Marusha con una brillante idea.
-Salgamos a ver si nosotros también podemos hacer un muñequito de nieve.
Pero la anciana se rió de él.
-¿Qué dirían los vecinos? Se burlarían de nosotros, seríamos el hazmerreír del pueblo. Ya somos demasiado viejos para jugar como niños.
-Sólo uno pequeño, Marusha, solamente un muñeco pequeñín. Yo me ocuparé de que nadie nos vea.
-De acuerdo, de acuerdo –dijo ella riéndose-, haremos lo que quieras, Youshko, como siempre.
Dicho esto, apartó la olla del fuego, se puso un gorro y salieron. Al pasar junto a los niños, se detuvieron y se quedaron jugando un momento con ellos, porque ahora ellos también se sentían casi como niños. Luego avanzaron con dificultad por la nieve hasta llegar a un bosquecillo; y, detrás de él, allí donde la nieve era blanca y hermosa y nadie podía verlos, se sentaron a hacer el muñeco.
Youshko se empeñó en que debía ser muy pequeño y su mujer estuvo de acuerdo en que debía tener casi el tamaño de un recién nacido. Arrodillados en la nieve, modelaron el cuerpecito en un abrir y cerrar de ojos. Ahora únicamente les faltaba la cabeza para finalizar. Dos gordas bolas de nieve formaron las mejillas y el rostro, y una muy grande la cabeza. Luego colocaron un puñado para la nariz e hicieron dos agujeros, uno a cada lado, a modo de ojos.
No bien estuvo terminado, retrocedieron para mirarlo, riéndose y aplaudiendo como dos niños. De pronto, se detuvieron. ¿Qué había ocurrido? ¡Algo muy extraño, por cierto! Allí donde estaban los agujeros, vieron dos melancólicos ojos azules que les miraban. Luego, el rostro del pequeño muñeco dejó de ser blanco. Las mejillas se volvieron redondas, tersas y brillantes, y dos labios rosados comenzaron a sonreírles. Un soplo de viento barrió la nieve de la cabeza, transformándola en unos bucles muy rubios que escapaban de un blanco gorro de piel y caían sobre sus hombros. Al mismo tiempo, un poco de nieve, resbalando por el cuerpecito, cayó y tomó la forma de una bonita prenda blanca. Luego, de repente y antes de que pudieran reaccionar, el muñeco se había convertido en la más bella niñita que jamás hubieran visto.
Se miraron el uno al otro de soslayo e, incrédulos, se rascaron la cabeza. Pero aquello era tan real como la vida misma. Allí ante ellos estaba de pie la niña, toda de rosa y blanco. Estaba viva de verdad, pues corrió hacia ellos. Y cuando se agacharon para alzarla, puso un brazo alrededor del cuello de la anciana y con el otro cogió el del anciano y les dio a cada uno un beso y un abrazo.
Rieron y lloraron de felicidad y, luego, recordando súbitamente cuán reales pueden parecer algunos sueños, se pellizcaron el uno al otro. Aun así no se creyeron seguros, pues los pellizcos podían ser parte del sueño. Y, ante el temor de despertarse y que se rompiera el encanto, arroparon rápidamente a la pequeña y emprendieron el regreso a casa.
Por el camino encontraron a los niños, que todavía jugaban con su muñeco; las bolas de nieve que les lanzaron por detrás eran muy reales, pero, aun así, también podían haber sido parte del sueño. Aunque cuando estuvieron dentro de la casa y vieron la chimenea, la olla de sopa junto al fuego, el haz de leña a un costado y todo tal cual lo habían dejado, se miraron con lágrimas en los ojos y ya no volvieron a temer que todo aquello fuera un sueño.
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De pronto, allí estaban el gorrito blanco de piel colgando de la repisa de la chimenea y los zapatitos secándose al calor del fuego, mientras la anciana cogía a la niña en su regazo y le cantaba suavemente una nana. El anciano puso la mano sobre el hombro de su esposa y ella alzó la vista.
-¡Marusha!
-¡Youshko!
-¡Al fin tenemos una niñita! La sacamos de la nieve, así que la llamaremos Snegorotchka.
La anciana asintió con la cabeza y luego se besaron. Cuando terminaron de cenar se fueron a la cama seguros de que, por la mañana temprano, encontrarían a la niña todavía con ellos. Y no se equivocaron. Allí estaba, de pie entre los dos, parloteando y riéndose. Pero había crecido y su cabello era ahora dos veces más largo que la noche anterior. Cuando ella los llamó «papá» y «mamá», sintieron un placer tan grande como si fueran jóvenes y estuvieran bailando ágilmente; pero, en lugar de bailar, se abrazaron y lloraron de alegría.
Aquel día lo celebraron con un gran banquete. Marusha estuvo ocupada toda la mañana cocinando todo tipo de delicias, mientras su marido daba vueltas por el pueblo para reunir a los violinistas. Todos los niños y las niñas del lugar fueron invitados; comieron, cantaron, bailaron y se divirtieron hasta el amanecer. Mientras volvían a casa, las niñas hablaban de lo bien que lo habían pasado, pero los niños estaban muy silenciosos; pensaban en la bella Snegorotchka, con sus ojos azules y sus dorados cabellos.
Después de aquel día la pequeña de Marusha y Youshko jugó con los otros niños y les enseñaba cómo hacer castillos y palacios de nieve con salones de mármol, tronos y hermosas fuentes. Parecía que con la nieve y sus finos dedos podía hacer todo lo que quisiera, como si se construyese ella misma. Todos estaban encantados, y, sobre todo, cuando les enseñaba cómo bailaban los copos de nieve, primero con enérgicos remolinos y luego suave y delicadamente, ninguno podía pensar en ninguna otra cosa que en la Niña de Nieve. Era la pequeña reina mágica de los niños, la alegría de los mayores y la luz de las vidas de Marusha y Youshko.
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Pero ya se iban terminando los meses de invierno. Con pasos suaves y firmes se retiraban de las cumbres de las montañas y se perdían detrás del horizonte. La tierra comenzaba a cubrirse de verde, los árboles vestían su desnudez y los pájaros del año anterior cantaban las canciones de este año. Las flores tempranas derramaban su aroma en la brisa y una ráfaga de aire cálido acariciaba las mejillas y alentaba una grata promesa en el aire. Los bosques, los prados y las fuentes estaban inquietos y conmovidos y un nuevo espíritu todo lo envolvía: Era como si la Primavera, amarrada durante el largo invierno, quisiese pegar el estirón definitivo para poder expandirse libre.
Una tarde, Marusha, sentada en el rincón de la chimenea, mientras revolvía la sopa, cantaba una canción, pues nunca se había sentido tan llena de felicidad. El anciano Youshko acababa de traer un haz de leña que dejó en el suelo. Todo parecía igual que aquella tarde de invierno cuando vieron a los niños bailando alrededor del muñeco de nieve; pero lo que hacía que ahora todo fuera diferente era Snegorotchka, la luz de sus ojos, que, sentada junto a la ventana, contemplaba la verde hierba y el follaje de los árboles.
Youshko, que la estaba mirando, se dio cuenta de que su rostro estaba pálido y sus ojos tenían un tono menos azul de lo habitual.
-¿No te sientes bien, pequeña? -le preguntó.
-No, padre -respondió con tristeza-. ¡Ay, añoro tanto la blanca nieve! La hierba verde no es ni la mitad de bonita. Me gustaría que la nieve llegase otra vez.
-Pues ¡claro que sí! La nieve llegará nuevamente -contestó el anciano-. ¿Acaso no te gustan las hojas de los árboles y las flores?
-No son tan bonitas como la pura nieve blanca -y la niña tembló.
Al día siguiente ella tenía un aspecto tan triste y estaba tan pálida que sus padres se asustaron y se dirigieron una mirada de inquietud.
-¿Qué le pasa a la niña? -dijo Marusha.
Youshko movió la cabeza mirando alternativamente a Snegorotchka y al fuego.
-Hija mía -dijo al fin-, ¿Por qué no sales a jugar con los demás niños? Están todos divirtiéndose en el bosque; pero he notado que ahora nunca juegas con ellos. ¿Por qué, querida mía?
-Padre, no lo sé, pero mi corazón parece que se convierte en agua cuando el suave y tibio viento me trae el perfume de las flores.
-Nosotros iremos contigo, hija mía -dijo el anciano-, pondré mi brazo sobre ti y te protegeré del viento. Ven, te mostraremos todas las bellas flores del campo, te diremos sus nombres y tú acabarás amándolas..
Marusha retiró la olla del fuego y los tres juntos salieron de casa. Youshko rodeó a la niña con su brazo para protegerla del viento, pero no habían ido muy lejos cuando el cálido perfume de las flores llegó hasta ellos flotando en la brisa, y la Niña de Nieve tembló como una hoja. Los ancianos la besaron y consolaron y se dirigieron al campo, al lugar donde crecían las flores más bonitas. De repente, mientras atravesaban un bosquecillo de grandes árboles, un brillante rayo de sol se cruzó como un dardo y Snegorotchka se puso la mano sobre los ojos y lanzó un grito de dolor.
Se detuvieron y la miraron. Por un momento, mientras se desmayaba en brazos del anciano, sus ojos se encontraron con los suyos. Y por su rostro se deslizaban lágrimas que, al caer, brillaban a la luz del sol. Y comenzó a volverse más y más pequeña, hasta que al fin todo lo que quedó de Snegorotchka -Niña de Nieve, Nievecita- era una gota de rocío brillando sobre la hierba, una lágrima que había caído en la corola de una flor. Youshko la recogió con delicadez y, sin decir palabra, se la ofreció a Marusha.
En ese preciso momento los dos ancianos, Marusha y Youshko, comprendieron que su pequeña y querida niña estaba hecha simplemente de nieve y se había derretido al calor del sol.
FIN

viernes, 9 de noviembre de 2012

Continuidad de los parques Julio Cortázar


CIFRAS Y LETRAS POR ENTREGAS
Continuidad de los parques
Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.



Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN

domingo, 27 de mayo de 2012

Un día de estos García Márquez


CUENTO POR ENTREGAS
Un día de estos.
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.

FIN

sábado, 19 de mayo de 2012

POESÍA Ángel González

POESÍA POR ENTREGAS
Poemas
Ángel González


Así nunca volvió a ser

Como llevaba trenza
la llamábamos trencita en la tarde del jueves.
Jugábamos a montarnos en ella y nos llevaba
a una extraña región de la que nunca volveríamos.
Porque es casi imposible abandonar
aquel olor a tierra de su cabello sucio,
sus ásperas rodillas todavía con polvo
y con sangre de la última caída
y, sobre todo,
la nacarada nuca donde se demoraban
unas gotas de luz cuando ya luz no había.
Allí me dejó un día de verano
y jamás regresó
a recoger mi insomne pensamiento
que desde entonces vaga por sus brazos
corrigiendo su ruta, terco y contradictorio,
lo mismo que una hormiga que no sabe salir
de la rama de un árbol en el que se ha perdido.



Bosque

Cruzas por el crepúsculo.
El aire
tienes que separarlo casi con las manos
de tan denso, de tan impenetrable.
Andas. No dejan huellas
tus pies. Cientos de árboles
contienen el aliento sobre tu
cabeza. Un pájaro no sabe
que estás allí, y lanza su silbido
largo al otro lado del paisaje.
El mundo cambia de color: es como el eco
del mundo. Eco distante
que tú estremeces, traspasando
las últimas fronteras de la tarde.
Canción de amiga

Nadie recuerda un invierno tan frío como éste.

Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.

Helado está también mi corazón,
pero no fue en invierno.
Mi amiga,
mi dulce amiga,
aquella que me amaba,
me dice que ha dejado de quererme.

No recuerdo un invierno tan frío como éste.



Inventario de lugares propicios al amor
Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.

Mientras tú existas...
Mientras tú existas,
mientras mi mirada
te busque más allá de las colinas,
mientras nada
me llene el corazón,
si no es tu imagen, y haya
una remota posibilidad de que estés viva
en algún sitio, iluminada
por una luz cualquiera...
Mientras
yo presienta que eres y te llamas
así, con ese nombre tuyo
tan pequeño,
seguiré como ahora, amada
mía,
transido de distancia,
bajo ese amor que crece y no se muere,
bajo ese amor que sigue y nunca acaba.
Son las gaviotas, amor

Son las gaviotas, amor.
Las lentas, altas gaviotas.
Mar de invierno. El agua gris
mancha de frío las rocas.
Tus piernas, tus dulces piernas,
enternecen a las olas.
Un cielo sucio se vuelca
sobre el mar. El viento borra
el perfil de las colinas
de arena. Las tediosas
charcas de sal y de frío
copian tu luz y tu sombra.
Algo gritan, en lo alto,
que tú no escuchas, absorta.
Son las gaviotas, amor.
Las lentas, altas gaviotas.
Todos ustedes parecen felices...
...Y sonríen, a veces, cuando hablan.
Y se dicen , incluso,
palabras
de amor. Pero
se aman
de dos en dos
para
odiar de mil
en mil. Y guardan
toneladas de asco
por cada
milímetro de dicha.





Y parecen -nada
más que parecen- felices,
y hablan
con el fin de ocultar esa amargura
inevitable, y cuántas
veces no lo consiguen, como
no puedo yo ocultarla
por más tiempo; esta
desesperante, estéril, larga
ciega desolación por cualquier cosa
que -hacia donde no sé-, lenta, me arrastra.

viernes, 11 de mayo de 2012

LOS BULTOS DEL JARDÍN Dino Buzzati

EL CUENTO POR ENTREGAS
Los bultos del jardín
Dino Buzzati

Cuando la noche ha caído, me gusta dar un paseo por mi jardín. No piensen que soy rico. Un jardín como el mío lo tienen todos. Y más tarde comprenderán por qué.

En la oscuridad, aunque realmente no está oscuro por entero porque de las ventanas iluminadas de la casa viene un difuso resplandor, camino por el prado, los zapatos hundiéndose un poco en la hierba, y mientras tanto pienso, y, pensando, alzo los ojos para ver si el cielo está sereno, y si lucen las estrellas las observo preguntándome un montón de cosas. No obstante, hay noches en que no me hago preguntas; las estrellas se están ahí, encima de mí, completamente estúpidas, y no me dicen nada.

Era yo un muchacho cuando, dando mi paseo nocturno, tropecé con un obstáculo. Como no veía, encendí una cerilla. En la plana superficie del prado había una protuberancia, y eso era extraño. A lo mejor el jardinero ha hecho algo, pensé, mañana por la mañana le preguntaré.

Al día siguiente llamé al jardinero, cuyo nombre era Giacomo. Le dije:

-¿Qué has hecho en el jardín? En el prado hay como un bulto, tropecé con él ayer por la noche y esta mañana, apenas se ha hecho de día, lo he visto. Es un bulto estrecho y oblongo, parece una sepultura. ¿Me quieres decir qué pasa?

-No es que parezca, señor -dijo Giacomo el jardinero-, es que es una sepultura. Y es que ayer murió un amigo suyo.

Era cierto. Mi queridísimo amigo Sandro Bartoli, de veintiún años, se había partido el cráneo en la montaña.

-¿Acaso me estás diciendo -le dije a Giacomo- que mi amigo está enterrado aquí?

-No -respondió-, su amigo el señor Bartoli -dijo así porque era persona educada a la antigua y por ello todavía respetuoso- ha sido enterrado al pie de las montañas que usted sabe. Pero aquí, en el jardín, el prado se ha levantado solo porque éste es su jardín, señor, y todo lo que sucede en su vida, señor, tendrá aquí una consecuencia.

-Vamos, vamos, por favor, eso no son más que supersticiones absurdas -le dije-, te ruego que aplanes ese bulto.

-No puedo, señor -contestó-, ni siquiera mil jardineros como yo conseguirían aplanar ese bulto.

Tras lo cual no se hizo nada y el bulto se quedo allí, y yo continué paseando por el jardín una vez había caído la noche, ocurriéndome de cuando en cuando tropezar con el bulto, si bien no muy a menudo, ya que el jardín es bastante grande; era un bulto de setenta centímetros de ancho y metro noventa de largo y sobre él crecía la hierba, y sobresalía del nivel del prado unos veinticinco centímetros. Naturalmente, cada vez que tropezaba en él pensaba en el querido amigo perdido. Pero también podía pasar que fuera al revés. Es decir, que fuera a dar en el bulto porque en aquel momento estaba pensando en él. Pero este asunto es algo difícil de entender.



Pasaban por ejemplo dos o tres meses sin que yo en la oscuridad, durante mi paseo nocturno, tropezase con aquel pequeño relieve. En este caso su recuerdo volvía a mí; entonces me paraba y en el silencio de la noche preguntaba en voz alta: ¿Duermes?

Pero él no contestaba.

Él, efectivamente, dormía, pero lejos, bajo las rocas, en un cementerio de montaña, y con los años nadie se acordaba ya de él, nadie le llevaba flores.

Sin embargo, pasaron muchos años y he aquí que una noche, en el curso de mi paseo, justamente en el rincón opuesto del jardín, tropecé con otro bulto.

Por poco caí de bruces cuan largo soy. Era pasada medianoche, todo el mundo había ido a dormir, pero mi enfado era tal que me puse a llamar “Giacomo, Giacomo”, justamente para despertarlo. De hecho, una ventana se iluminó. Giacomo apareció en el antepecho.

-¿Qué demonios es este bulto? -gritaba yo-. ¿Has cavado algún hoyo?

-No señor. Sólo que mientras tanto un querido compañero suyo de trabajo se ha ido -dijo-. Su nombre es Cornali.

Sin embargo, algún tiempo después topé con un tercer bulto y, aunque fuera noche cerrada, también esta vez llamé a Giacomo, que estaba durmiendo. Ahora sabía ya muy bien el significado que tenía aquel bulto, pero aquel día no me habían llegado malas noticias, y por eso estaba ansioso por saber. Giacomo, paciente, apareció en la ventana. “¿Quién es? -pregunté- ¿Ha muerto alguien?” “Sí señor -dijo-. Se llamaba Giuseppe Patané.”

Pasaron luego algunos años bastante tranquilos, pero en determinado momento los bultos volvieron a empezar a multiplicarse en el prado del jardín. Los había pequeños, pero también habían aparecido otros gigantescos que no se podían salvar con un paso, sino que realmente hacía falta subir por una parte y bajar después por la otra, como si de pequeñas colinas se tratase. De esta importancia crecieron dos a poca distancia una de la otra y no hubo necesidad de preguntar a Giacomo lo que había pasado. Allí debajo, en aquellos dos túmulos altos como un bisonte, estaban encerrados trozos queridos de mi vida arrancados de ella cruelmente.

Por eso cada vez que me tropezaba en la oscuridad con estos dos terribles montículos, muchas cosas dolorosas se revolvían en mi interior y yo me quedaba allí como un niño asustado y llamaba a mis amigos por su nombre. Cornali, llamaba, Patané, Rebizzi, Longanesi, Mauri, llamaba, los que habían crecido conmigo, los que habían trabajado muchos años conmigo. Y luego, en voz más alta: ¡Negro! ¡Vergari! Era como pasar una lista. Pero nadie respondía.

Así, poco a poco, mi jardín, antaño plano y agradable al paso, se ha transformado en un campo de batalla; tiene hierba todavía, pero el prado sube y baja en un laberinto de montículos, bultos, protuberancias, relieves, y cada una de estas excrecencias corresponde a un nombre, cada nombre corresponde a un amigo, y cada amigo corresponde a una tumba lejana y a un vacío dentro de mí.


Este verano, no obstante, se alzó una tan alta que, cuando estuve a su lado, su silueta tapó la visión de las estrellas; era grande como un elefante, como una caseta, subir a ella era algo espantoso, una especie de ascensión, no se podía hacer otra cosa que sortearla rodeándola.

Aquel día no me había llegado ninguna mala noticia; por eso aquella novedad del jardín me tenía muy sorprendido. Pero esta vez pronto supe también: era el mejor amigo de mi juventud quien se había ido, entre él y yo había habido tantas verdades, juntos habíamos descubierto el mundo, la vida y las cosas más bellas, juntos habíamos explorado la poesía, la pintura, la música, las montañas y era lógico que para contener todo este material destruido, aunque fuera compendiado y sintetizado en mínimos términos, hiciera falta una auténtica y verdadera montañita.

En ese momento tuve un arranque de rebelión. No, no podía ser, me dije espantado. Y una vez más llamé a mis amigos por sus nombres. Cornali, Patanè, Rebizzi, Longanesi, llamaba, Mauri, Negro, Vergani, Segàla, Orlandi, Chiarelli, Brambilla. En ese momento se alzó una especie de soplo en la noche que me respondía que sí, juraría que una especie de voz me decía que sí y venía de otros mundos, pero quizá fuera sólo la voz de un ave nocturna porque a las aves nocturnas les gustaba mi jardín.

Ahora, por favor, les ruego que me digan: por qué hablas de estas cosas tan tristes, la vida es ya tan breve y difícil por sí misma, amargarse a propósito es una idiotez; en fin de cuentas estas tristezas no tienen nada que ver con nosotros, tienen que ver sólo contigo. No, respondo yo, desgraciadamente tienen que ver también con ustedes; sería bonito, lo sé, que no fuera así. Porque esta historia de los bultos del prado nos sucede a todos, y cada uno de nosotros, me han explicado por fin, es propietario de un jardín donde suceden estos dolorosos fenómenos. Es una historia antigua que se ha repetido desde el principio de los siglos; también para ustedes se repetirá. Y no es un juego literario, las cosas son así.

Naturalmente, me pregunto también si en algún jardín surgirá algún día un bulto relacionado conmigo, quizá un bultito de segundo o tercer orden, apenas una arruga en el prado que de día, cuando el sol luce en lo alto, apenas conseguirá verse. Sea como sea, una persona en el mundo, al menos una tropezará.




Puede pasar que por culpa de mi maldito carácter muera solo como un perro al final de un pasillo viejo y desierto. Sin embargo, esa noche una persona tropezará en el bultito que surgirá en su jardín y tropezará también las siguientes noches, y cada vez pensará (perdonen mi esperanza, como una punta de nostalgia) en cierto tipo que se llamaba Dino Buzzati.


FIN

domingo, 6 de mayo de 2012

Domingo mañana José Luis Alonso de Santos



TEATRO POR ENTREGAS
DOMINGO MAÑANA
José Luis Alonso de Santos


Un hombre y una mujer en una cama. Es verano, y la luz del día se refleja en los cristales del balcón abierto.

ELLA Agresiva ¿Quieres contestar a la pregunta que te he hecho?
EL Paciente ¿Qué me has preguntado?
ELLA ¿Ni siquiera lo recuerdas?
El ¿Ni siquiera recuerdo el qué?
ELLA Lo que te he dicho.
EL ¿Tú te crees que soy un magnetofón, para apuntar todas las cosas que dices?
ELLA Gritando ¡Yo no quiero que te acuerdes de todas las cosas que digo! ¡Quiero que te acuerdes de lo último que te he dicho!
EL ¿Que de pequeña querías ser cantante?
ELLA No, lo otro.
EL Que querías matarte. Ya ves cómo me acuerdo.
ELLA ¿Y lo dices así, tranquilamente? ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
EL ¿También tengo que contestar a eso? Y no era una pregunta, era una afirmación. ¿”Quiero matarme” es una pregunta?

Pausa larga. ELLA se levanta de la cama, y empieza a vestirse.

ELLA He estado viéndome con un hombre los últimos meses.

Pausa. EL no contesta.

ELLA Gritando Que he estado acostándome con uno los últimos meses.
EL Bueno
ELLA ¿Eso es todo? ¿Que bueno?
EL Sé que es mentira. Lo haces para que discutamos. Nadie que se acuesta con otro le dice a su marido así, tranquilamente: “He estado viéndome con alguien varios meses” En las películas a lo mejor sí, pero en la vida real, no.
ELLA ¿Cómo lo dirías tú?
EL ¿Yo?
ELLA ¡Sí, tú, tú!
EL Yo no lo diría. No lo diría de ninguna manera porque no es verdad.
ELLA Ya. Pero si lo fuera, ¿cómo lo dirías?
EL Ya te lo he dicho.
ELLA ¿Qué es lo que me has dicho? ¿Qué me has dicho a mí, a ver?
EL Que no lo diría.
ELLA Eres un hipócrita, eso es lo que eres.
EL No quiero discutir contigo. Sé que tienes ganas de discutir. Lo siento, pero yo no tengo ganas. Te crees que la vida es como el cine, y no lo es. Eso es lo que te pasa.
ELLA ¿Por qué dices ahora eso? Mi madre se suicidó, ¿o no es verdad? ¿También eso me lo he inventado yo, o también es de una película?
EL Es domingo, y tenemos el día libre. Podríamos ir al zoo…
ELLA Te estoy diciendo que mi madre se suicidó y me dices que nos vayamos al zoo.
EL Eso ya no tiene solución, cariño. Y fue hace mucho. ¿Quieres que vayamos al zoo, o no? Me gusta ver a los animales dando vueltas en sus jaulas… siempre me ha gustado.
ELLA Muy dura ¿Por qué eres tan condenadamente vulgar?
EL Ahora empiezan los insultos. Tengo una paciencia realmente sorprendente. Siempre que me miro al espejo al lavarme los dientes lo pienso: la paciencia es una gran virtud, pero hay que ejercitarla. Con la práctica te hace ser invulnerable. Creo que si hubiera un concurso mundial de paciencia me llevaría el primer premio.
ELLA Estás muerto, eso es lo que te pasa, por eso ni sientes ni padeces. Somos tan diferentes tú y yo…
EL Todas las parejas son diferentes, cariño. La vida nos pone a prueba cada minuto.
ELLA ¿Dónde has leído esa estupidez…? ¿En un periódico deportivo?
EL Tengo hambre. Me comería unas tostadas con mantequilla.

ELLA se sienta en la cama, llorando desconsoladamente.

EL Es la confianza… La peor enfermedad de la convivencia es la confianza que se tiene. Con nadie que no tuvieras tanta confianza harías esto de ponerte a llorar ahora, así, sin razón. Estás cansada, y lo sé, pero todos estamos cansados. A todos nos va condenadamente mal. El mundo entero está a punto de reventar, y no nos ponemos a llorar.
ELLA Se vuelve hacia EL, llena de ira ¡A veces te odio! ¡Te mataría! ¡Tengo ganas de asesinarte! ¡De llenar el suelo con la sangre de tu cabeza! ¡No sabes lo que daría por no verte nunca más!
EL Deberías hacer ejercicios respiratorios, o algo de yoga…, para controlar la emoción. Las emociones son como tigres, que te comen poco a poco por dentro. La rutina es la mejor medicina, pero tú odias la rutina. Yo no. A mí me encanta hacer todos los días lo mismo, y sin una sola gota de emoción.
ELLA Le mira con furia No hace falta matarte porque ya estás muerto. Eres un zombi, un muerto viviente. Esa cara de mutante inexpresivo que tienes, esa sonrisa fría de cadáver… Por eso no te enfadas nunca. Los muertos no pueden enfadarse.
EL Qué imaginación tienes para todo… “¡Uuuuhh…! ¡Soy un zombi…!”
ELLA ¡Majadero!
EL Hablando con calma, muy despacio Bueno, ya está bien. Te estás pasando. Y me voy a levantar de la cama y te voy a dar un par de tortas.
ELLA ¿Tú a mí? ¿Que te vas a levantar y me vas a dar tú a mí? ¿Tú, que eres un inútil, y un impotente? No sé cómo puede ser policía una persona sin carácter como tú. ¿Qué me vas a dar tú a mí? Espera un momento… Sale y regresa con un cuchillo ¡Venga, dame! ¡Dame! Acercándose ¡Que me des! ¡Atrévete!

EL saca una pistola lentamente del cajón de la mesilla, y le apunta la cabeza

EL Deja ese cuchillo ahora mismo. ¿Me has oído?
ELLA ¡Dios mío! ¡Me estás apuntando con una pistola! ¡A mí!
EL Sí, te estoy apuntando con una pistola. Deja tú el cuchillo y yo dejo la pistola.
ELLA ¿Y esto es un matrimonio?
EL No exageres, mujer. Otros se llevan peor.
ELLA ¿Peor? ¿Quieres matarme con esa pistola y dices que otros se llevan peor?
EL Cargado de paciencia. Mira, el seguro echado. Y mira, sin balas. Era para seguirte la corriente. Sé que te gustan las emociones fuertes, sobre todo los domingos por la mañana. De pequeño íbamos toda la familia a misa los domingos, eso nos tranquilizaba. Todavía hay mucha gente que lo hace.
ELLA Eres un desgraciado... ¿Y si te clavo yo a ti el cuchillo de verdad, qué?
EL Que se pondría todo perdido de sangre, y tendrías que limpiarlo luego. Bueno, qué, ¿desayunamos hoy o no?


ELLA Va hacia la cocina. La próxima vez que me apuntes con la pistola te dejo. Con balas o sin balas. ¡Animal! Sale airada.
EL Grita alto para que ELLA le oiga desde la cocina ¿Quieres entonces que vayamos al zoo, o no?


OSCURO