sábado, 9 de abril de 2011

EL AMIGO DE ÉL Y ELLA (Cuento persa de los primeros padres). Miguel Mihura.

Él y Ella estaban muy disgustados en el Paraíso porque en vez de

estar solos, como debían estar, estaba también otro señor, con bigotes,
que se había hecho allí un hotelito muy mono, precisamente enfrente del
árbol del Bien y del Mal.

Aquel señor, alto, fuerte, con espeso bigote y con tipo de ingeniero de
Caminos, se llamaba don Jerónimo, y como no tenía nada que hacer y el
pobre se aburría allí en el Paraíso, estaba deseando hacerse amigo de
Él y Ella para hablar de cualquier cosilla por las tardes.

Todos los días, muy temprano, se asomaba a la tapia de su jardín y les
saludaba muy amable, mientras regaba los fresones y unos arbolitos
frutales que había plantado y que estaban ya muy majos.

Ella y Él contestaban fríamente, pues sabían de muy buena tinta que el
Paraíso sólo se había hecho para ellos y que aquel señor de los bigotes
no tenía derecho a estar allí y mucho menos de estar con pijama.

Don Jerónimo, por lo visto, no sabía nada de lo mucho que tenía que
suceder en el Paraíso, e ingenuamente, quería hacer amistad con sus
vecinos, pues la verdad es que en estos sitios de campo, si no hay un
poco de unión, no se pasa bien.

Una tarde, después de dar un paseo él solo por todo aquel campo, se
acercó al árbol en donde estaban Él y Ella bostezando de tedio, pero
siempre en su papel importante de Él y Ella.

—¿Se aburren ustedes, vecinos? —les preguntó cariñosamente.

—Pchs… Regular.

—¿Aquí no vive nadie más que ustedes?

—No. Nada más. Nosotros somos la primera pareja humana.

—¡Ah! Enhorabuena. No sabía nada —dijo don Jerónimo. Y lo dijo como
si les felicitase por haber encontrado un buen empleo. Después añadió,
sin conceder a todo aquello demasiada importancia:

—Pues si ustedes quieren, después de cenar, nos podemos reunir y
charlar un rato. Aquí hay tan pocas diversiones y está todo tan triste…

—Bueno —accedió Él—. Con mucho gusto.

Y no tuvieron más remedio que reunirse después de cenar, al pie del
árbol, sentados en unas butacas de mimbre.

Aquella reunión de tres personas estropeaba ya todo el ambiente del
Paraíso. Aquello ya no parecía Paraíso ni parecía nada. Era como una
reunión en Recoletos, en Rosales o en la Castellana. El dibujante que
intentase pintar esta estampa del Paraíso, con tres personas, nunca
podría dar en ella la sensación de que aquello era el Paraíso, aunque los
pintase desnuditos y con la serpiente y todo enroscada al árbol.

Ya así, con aquel señor de los bigotes, todo estaba inverosímilmente
estropeado.

Él y Ella no comprendían, no se explicaban aquello tan raro y tan
fuera de razón y lógica. No sabían qué hacer. Ya aquello les había
desorganizado todos sus proyectos y todas sus intenciones.

Aquel nuevo y absurdo personaje en el Paraíso les había destrozado
todos sus planes; todos esos planes que tanto iban a dar que hablar a la
Humanidad entera.

La serpiente también estaba muy violenta y sin saber cómo ni cuándo
intervenir en aquella representación, en la que ella desempeñaba tan
principal papel.

Por las mañanas, por las tardes y por las noches don Jerónimo pasaba
un rato con ellos, y allí sentado, en tertulia, hablaban muy pocas cosas y
sin interés, pues realmente, en aquella época, no se podía hablar
apenas de nada, ya que de nada había.

—Pues, si… —decían.

—Eso.

—¡Ah!

—Oveja.

—Cabra.

—Es cierto.

 De todas formas no lo pasaban mal. Él y Ella, poco a poco, distraídos
con aquel señor que había metido la pata sin saberlo, fueron olvidando
que uno era Él y la otra Ella. Y hasta le fueron tomando afecto a don
Jerónimo, que, a pesar de todo, era un hombre simpático y rumboso. Y
los tres juntos hacían excursiones por los ríos y los valles y reían
alborozados de vivir allí sin penas, ni disgustos, ni contrariedades, ni
malas pasiones.

Una vez don Jerónimo les preguntó:

—Ustedes ¿están casados?

Y ellos no supieron qué contestar, ya que no sabían nada de eso.

—¿Pero no son ustedes matrimonio?

—No. No lo somos —confesaron al fin.

—Entonces, ¿son ustedes hermanos?

—Sí, eso —dijeron ellos por decir algo.

Don Jerónimo, desde entonces, menudeó más las visitas. Se hizo más
alegre. Presumía más. Se cambiaba de pijama a cada momento.
Empezó a contar chistes y Ella se reía con los chistes. Empezó a llevarle
vacas a Ella. Y Ella se ponía muy contenta con las vacas.
Ella tenía veinte años y además era Primavera. Todo lo que ocurría era
natural.

—La quiero a usted —le dijo don Jerónimo a Ella un atardecer, mientras
le acariciaba una mano.

 —Y yo a usted, Jerónimo —contestó Ella, que, como en las comedias,
su antipatía primera se había trocado en amor.
A la semana siguiente, Ella y aquel señor de los bigotes se habían
casado.

Al poco tiempo tuvieron dos o tres chiquitines que enseguida se pusieron
muy gordos, pues el Paraíso, que era tan sano, les sentaba
admirablemente.Él, aunque ya apreciaba mucho a don Jerónimo, 
se disgustó bastante, pues comprendía que aquello no debía haber sido 
así; que aquello estaba mal. Y que con aquellos niños jugando por el jardín 
aquello ya no parecía Paraíso, ni mucho menos, con lo bonito que es 
el Paraíso cuando es como debe ser.

La serpiente, y todos los demás bichos, se enfadaron mucho igualmente,
pues decían que aquello era absurdo y que por culpa de aquel señor con
pijama no había salido todo como lo tenían pensado, con lo interesante y
lo fino y lo sutil que hubiese resultado.

Pero se conformaron, ya que no había más remedio que conformarse,
pues cuando las cosas vienen así son inevitables y no se pueden
remediar. El caso es que fue una lástima.

FIN

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