CIFRAS
Y LETRAS POR ENTREGAS
Niña
de nieve
Anónimo
ucraniano

Sentada en el rincón de la chimenea, la
anciana suspiraba quedamente mientras revolvía la sopa: nunca se había sentido
tan triste. Muchos, muchos años habían pasado y habían dejado el peso de los
inviernos sobre sus hombros y habían encanecido sus cabellos sin traerle
siquiera un hijito. Tanto a ella como a su viejo y querido esposo les apenaba
su falta, porque fuera había muchos niños jugando en la nieve. Les resultaba
duro aceptar que ninguno fuera en verdad el suyo. Pero, ¡ay!, ahora ya no les
quedaban esperanzas de obtener tal bendición. No verían nunca un gorrito de
piel colgado de la repisa de la chimenea, ni dos zapatillas secándose junto al
fuego.
El anciano trajo un haz de leña y se sentó.
Luego, mientras oía a los niños reírse y batir palmas, miró por la ventana.
Allí estaban, bailando alegremente alrededor del muñeco de nieve que acababan
de hacer. Se sonrió al ver el evidente parecido que el muñeco tenía con el
alcalde del pueblo, tan gordo y pomposo era.
-Mira, Marusha -le dijo a su mujer-. Ven a
ver el muñeco que han hecho.
Juntos ante la ventana, se rieron al ver
cuánto se divertían los niños. De repente, el anciano se volvió hacia Marusha
con una brillante idea.
-Salgamos a ver si nosotros también podemos
hacer un muñequito de nieve.
Pero la anciana se rió de él.
-¿Qué dirían los vecinos? Se burlarían de
nosotros, seríamos el hazmerreír del pueblo. Ya somos demasiado viejos para
jugar como niños.
-Sólo uno pequeño, Marusha, solamente un
muñeco pequeñín. Yo me ocuparé de que nadie nos vea.
-De acuerdo, de acuerdo –dijo ella
riéndose-, haremos lo que quieras, Youshko, como siempre.
Dicho esto, apartó la olla del fuego, se
puso un gorro y salieron. Al pasar junto a los niños, se detuvieron y se
quedaron jugando un momento con ellos, porque ahora ellos también se sentían
casi como niños. Luego avanzaron con dificultad por la nieve hasta llegar a un
bosquecillo; y, detrás de él, allí donde la nieve era blanca y hermosa y nadie
podía verlos, se sentaron a hacer el muñeco.
Youshko se empeñó en que debía ser muy
pequeño y su mujer estuvo de acuerdo en que debía tener casi el tamaño de un
recién nacido. Arrodillados en la nieve, modelaron el cuerpecito en un abrir y
cerrar de ojos. Ahora únicamente les faltaba la cabeza para finalizar. Dos
gordas bolas de nieve formaron las mejillas y el rostro, y una muy grande la
cabeza. Luego colocaron un puñado para la nariz e hicieron dos agujeros, uno a
cada lado, a modo de ojos.
No bien estuvo terminado, retrocedieron para
mirarlo, riéndose y aplaudiendo como dos niños. De pronto, se detuvieron. ¿Qué
había ocurrido? ¡Algo muy extraño, por cierto! Allí donde estaban los agujeros,
vieron dos melancólicos ojos azules que les miraban. Luego, el rostro del
pequeño muñeco dejó de ser blanco. Las mejillas se volvieron redondas, tersas y
brillantes, y dos labios rosados comenzaron a sonreírles. Un soplo de viento
barrió la nieve de la cabeza, transformándola en unos bucles muy rubios que
escapaban de un blanco gorro de piel y caían sobre sus hombros. Al mismo
tiempo, un poco de nieve, resbalando por el cuerpecito, cayó y tomó la forma de
una bonita prenda blanca. Luego, de repente y antes de que pudieran reaccionar,
el muñeco se había convertido en la más bella niñita que jamás hubieran visto.
Se miraron el uno al otro de soslayo e,
incrédulos, se rascaron la cabeza. Pero aquello era tan real como la vida
misma. Allí ante ellos estaba de pie la niña, toda de rosa y blanco. Estaba
viva de verdad, pues corrió hacia ellos. Y cuando se agacharon para alzarla,
puso un brazo alrededor del cuello de la anciana y con el otro cogió el del
anciano y les dio a cada uno un beso y un abrazo.
Rieron y lloraron de felicidad y, luego,
recordando súbitamente cuán reales pueden parecer algunos sueños, se
pellizcaron el uno al otro. Aun así no se creyeron seguros, pues los pellizcos
podían ser parte del sueño. Y, ante el temor de despertarse y que se rompiera
el encanto, arroparon rápidamente a la pequeña y emprendieron el regreso a
casa.
Por el camino encontraron a los niños, que
todavía jugaban con su muñeco; las bolas de nieve que les lanzaron por detrás
eran muy reales, pero, aun así, también podían haber sido parte del sueño.
Aunque cuando estuvieron dentro de la casa y vieron la chimenea, la olla de
sopa junto al fuego, el haz de leña a un costado y todo tal cual lo habían
dejado, se miraron con lágrimas en los ojos y ya no volvieron a temer que todo
aquello fuera un sueño.

De pronto, allí estaban el gorrito blanco de
piel colgando de la repisa de la chimenea y los zapatitos secándose al calor del
fuego, mientras la anciana cogía a la niña en su regazo y le cantaba suavemente
una nana. El anciano puso la mano sobre el hombro de su esposa y ella alzó la
vista.
-¡Marusha!
-¡Youshko!
-¡Al fin tenemos una niñita! La sacamos de
la nieve, así que la llamaremos Snegorotchka.
La anciana asintió con la cabeza y luego se
besaron. Cuando terminaron de cenar se fueron a la cama seguros de que, por la
mañana temprano, encontrarían a la niña todavía con ellos. Y no se equivocaron.
Allí estaba, de pie entre los dos, parloteando y riéndose. Pero había crecido y
su cabello era ahora dos veces más largo que la noche anterior. Cuando ella los
llamó «papá» y «mamá», sintieron un placer tan grande como si fueran jóvenes y
estuvieran bailando ágilmente; pero, en lugar de bailar, se abrazaron y
lloraron de alegría.
Aquel día lo celebraron con un gran
banquete. Marusha estuvo ocupada toda la mañana cocinando todo tipo de
delicias, mientras su marido daba vueltas por el pueblo para reunir a los
violinistas. Todos los niños y las niñas del lugar fueron invitados; comieron,
cantaron, bailaron y se divirtieron hasta el amanecer. Mientras volvían a casa,
las niñas hablaban de lo bien que lo habían pasado, pero los niños estaban muy
silenciosos; pensaban en la bella Snegorotchka, con sus ojos azules y sus
dorados cabellos.
Después de aquel día la pequeña de Marusha y
Youshko jugó con los otros niños y les enseñaba cómo hacer castillos y palacios
de nieve con salones de mármol, tronos y hermosas fuentes. Parecía que con la
nieve y sus finos dedos podía hacer todo lo que quisiera, como si se
construyese ella misma. Todos estaban encantados, y, sobre todo, cuando les
enseñaba cómo bailaban los copos de nieve, primero con enérgicos remolinos y
luego suave y delicadamente, ninguno podía pensar en ninguna otra cosa que en
la Niña de Nieve. Era la pequeña reina mágica de los niños, la alegría de los
mayores y la luz de las vidas de Marusha y Youshko.

Pero ya se iban terminando los meses de
invierno. Con pasos suaves y firmes se retiraban de las cumbres de las montañas
y se perdían detrás del horizonte. La tierra comenzaba a cubrirse de verde, los
árboles vestían su desnudez y los pájaros del año anterior cantaban las
canciones de este año. Las flores tempranas derramaban su aroma en la brisa y
una ráfaga de aire cálido acariciaba las mejillas y alentaba una grata promesa
en el aire. Los bosques, los prados y las fuentes estaban inquietos y conmovidos
y un nuevo espíritu todo lo envolvía: Era como si la Primavera, amarrada
durante el largo invierno, quisiese pegar el estirón definitivo para poder
expandirse libre.
Una tarde, Marusha, sentada en el rincón de
la chimenea, mientras revolvía la sopa, cantaba una canción, pues nunca se
había sentido tan llena de felicidad. El anciano Youshko acababa de traer un
haz de leña que dejó en el suelo. Todo parecía igual que aquella tarde de
invierno cuando vieron a los niños bailando alrededor del muñeco de nieve; pero
lo que hacía que ahora todo fuera diferente era Snegorotchka, la luz de sus
ojos, que, sentada junto a la ventana, contemplaba la verde hierba y el follaje
de los árboles.
Youshko, que la estaba mirando, se dio
cuenta de que su rostro estaba pálido y sus ojos tenían un tono menos azul de
lo habitual.
-¿No te sientes bien, pequeña? -le preguntó.
-No, padre -respondió con tristeza-. ¡Ay,
añoro tanto la blanca nieve! La hierba verde no es ni la mitad de bonita. Me
gustaría que la nieve llegase otra vez.
-Pues ¡claro que sí! La nieve llegará
nuevamente -contestó el anciano-. ¿Acaso no te gustan las hojas de los árboles
y las flores?
-No son tan bonitas como la pura nieve
blanca -y la niña tembló.
Al día siguiente ella tenía un aspecto tan
triste y estaba tan pálida que sus padres se asustaron y se dirigieron una
mirada de inquietud.
-¿Qué le pasa a la niña? -dijo Marusha.
Youshko movió la cabeza mirando
alternativamente a Snegorotchka y al fuego.
-Hija mía -dijo al fin-, ¿Por qué no sales a
jugar con los demás niños? Están todos divirtiéndose en el bosque; pero he
notado que ahora nunca juegas con ellos. ¿Por qué, querida mía?
-Padre, no lo sé, pero mi corazón parece que
se convierte en agua cuando el suave y tibio viento me trae el perfume de las flores.
-Nosotros iremos contigo, hija mía -dijo el
anciano-, pondré mi brazo sobre ti y te protegeré del viento. Ven, te
mostraremos todas las bellas flores del campo, te diremos sus nombres y tú
acabarás amándolas..
Marusha retiró la olla del fuego y los tres
juntos salieron de casa. Youshko rodeó a la niña con su brazo para protegerla
del viento, pero no habían ido muy lejos cuando el cálido perfume de las flores
llegó hasta ellos flotando en la brisa, y la Niña de Nieve tembló como una
hoja. Los ancianos la besaron y consolaron y se dirigieron al campo, al lugar
donde crecían las flores más bonitas. De repente, mientras atravesaban un
bosquecillo de grandes árboles, un brillante rayo de sol se cruzó como un dardo
y Snegorotchka se puso la mano sobre los ojos y lanzó un grito de dolor.

Se detuvieron y la
miraron. Por un momento, mientras se desmayaba en brazos del anciano, sus ojos
se encontraron con los suyos. Y por su rostro se deslizaban lágrimas que, al
caer, brillaban a la luz del sol. Y comenzó a volverse más y más pequeña, hasta
que al fin todo lo que quedó de Snegorotchka -Niña de Nieve, Nievecita- era una
gota de rocío brillando sobre la hierba, una lágrima que había caído en la
corola de una flor. Youshko la recogió con delicadez y, sin decir palabra, se
la ofreció a Marusha.
En ese preciso momento los dos ancianos,
Marusha y Youshko, comprendieron que su pequeña y querida niña estaba hecha
simplemente de nieve y se había derretido al calor del sol.
FIN